Pieza única, pieza efímera, pieza autodestructible?

Me estuve preguntando las razones que me llevan a la búsqueda de una obra única, efímera, que se destruya luego de experimentada. A menudo me pasa que me cuesta detenerme ante el mundo como solía hacerlo años atrás. No es una patraña nostálgica del paso del tiempo ni que me pesen los años (aunque pueda haber algo escondido al respecto). La inmersión en la forma de vida urbana me ha quitado en gran parte cierta capacidad de asombro. No sé si es por naturaleza, por propósitos divinos o alguna otra consecuencia indeseada del capitalismo, pero los humanos somos acumuladores por excelencia. Rodeados de la cultura del 'retener'. Las nuevas generaciones estamos digitalmente programados para guardarlo todo. Incluso entendiendo la inutilidad de preservar un arsenal completo de cosas inservibles, tendemos a pensar que necesitaremos algo más adelante y lo guardamos todo. Hay algo muy insalubre en el hecho que necesitamos retener todo lo que tocamos. Como si teniendo los cajones llenos y ficheros desbordantes de archivos pudiera, cuando llegara la hora, salvarnos. A ver.

Efímero: del griego bizantino ἐφήμερος ephḗmeros 'de un día'. La palabra es usada para referirse a algo de corta duración. Esta palabra es la suma de las palabras griegas epi (alrededor) y hemera (día), por lo que ocurre alrededor de un día y que no sobrepasa esa unidad temporal. Es decir, que comienza y acaba rápido, de forma fugaz.

En las expresiones artísticas efímeras encuentro hecha material la consciencia plena del espacio tiempo, aquí y ahora. Durante mis años de infancia disfruté construir fortificaciones de arena en la playa, cuya complejidad aumentaba cada verano, para ver cómo las mareas las destruirían esa misma tarde. Muchas veces me quedaba esperando resistiendo los helados vientos atlánticos hasta que las olas vencían las formas y atacaban con parsimonia (pero con constancia) hasta hacer desaparecer el complejo bajo el agua. Los nuevos integrantes de mi familia me dan la excusa para volver a sentarme por horas a trabajar la arena junto a ellos. Tal vez me ilusionaba que al menos por unos instantes la obra puediera vencer al tiempo, a las primeras olas, aún a sabiendas de su fragilidad y final inminente. Pensar la obra desde su concepción como algo que no durará ensalza dos aspectos que rescato y a los que adhiero: por un lado, la exaltación del proceso a los mismos niveles de valor que el resultado final (o incluso superiores); por otro lado, la disminución del ego del artista que se aferra a la eternidad para pasar a ser también un espectador del momento.



A diferencia de algunas obras de Jean Tinguely, por ejemplo, mi idea de autodestrucción no pretende pasar a ser el punto central de la obra. Lo veo más como un médium para acercarme a otra cosa: hacer consciente de que esa observación, esa sensación, ese momento en fin, no se repetirá jamás. Esa es la sensación que quisiera generar en mi espectador, me incluyo yo mismo como espectador primero. En la obra efímera hay una llamada explícita a la idea de la transitoria impermanencia de la vida. En la integridad fugaz de los componentes de la obra se puede hallar una fuerte relación entre el ser humano y el pasaje del tiempo. Esto es esto, y es ahora, y después, no será.

Como pieza única, no apunto a garantizar la legitimidad de la pieza por su sola existencia. No es la idea revalorizar desde un punto de vista práctico en su propio contexto. El objeto es que la pieza, por ser única, funcione como símbolo y motivador de cuestiones que tienen más que ver con el espectador que con la obra en sí.

Vuelvo a Calvino porque es lo que me encontré hoy y me pareció atinado al caso:

En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los despachos que anuncian el derrumbarse de los últimos ejércitos enemigos de derrota en derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes jamás hemos oído nombrar, que imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho herederos de su larga ruina.
de Las ciudades Invisibles, Italo Calvino 


Más por venir.


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